Acomete los trayectos con las manos atadas a la espalda. Su grueso tronco y su porte se parecen , pues, a los mustios girasoles en un día nublado. Su lumbre duerme hoy lejos de aquí, como he podido conocer, tras muchos montes y muchos años, en la verdura fresca de la juventud y del norte. ¡Que dolorosa nostalgia del destierro, atada con sus manos, a su espalda! ¡Que dolor de grafías que sangran en sus pensamientos ocultos y torrenciales!
La imagen de su barba noble, de su barba santa, respetuosamente inclinada ante la inmensidad de algún texto, sale al encuentro de su nombre, impreso en la memoria.
¡Cuántos océanos se habrán derramado por el cristal de sus gafas!¡cuántos más por el brillo circunvalatorio de sus ojos!
No. Los líquenes y los musgos de su calle en invierno, no le hacen justicia. No. La vida es demasiado estrecha para discurrir en dos flujos temporales y él lo sabe; la vida y la muerte son un mismo golpe.
¡Que sabio y desmesurado me parece, aquel hombre que camina con la vida atada, con sus manos, a su espalda!
Aquel hombre, que sedujo en la viscosidad de una lengua viva, la gloria de los poetas latinos. ¡Que fragor de arcaicos tambores, de bronces clásicos y pulidos, de mármoles descoloridos y mitos salvajes y dislocados!
¡Que hervor de sangre esconde, y solo regala, profiriendo en palabras procelosas a sus más allegados!
Que silencio, a la orilla del mar, atado con sus manos, a su espalda.
Aquel hombre que camina, ahogándose en el ser de su otro, aquel hombre que tanto desconozco como admiro, y que camina con una sonrisa afable, que sospecho máscara de los abismos que el lenguaje no alcanza: ese hombre es la niebla que prolonga sus raíces en la noche estampada.
El triunfal deshielo, de los inviernos crudos de la posguerra, rindió sus lágrimas a su atormentado acento .
Tiene su aliento la humedad que precipita la tromba, el desconsolado don del hijo del trueno, la profunda y resonante vibración que haría encogerse conmovido al mismo dios de los infiernos. ¡Descubríos ante él!
Cuando la noche abarca la extensión de mi incómoda mirada, corrompida en multitud de sombras que acometen su topografía en poliedros dislocados y figuras planas, ¡Cuánto me angustia contemplar los laberintos humanos!
Las calles obscenamente anaranjadas por la luz eléctrica de las farolas, me conducen estúpidamente, y yo ,que me arrastro por las calzadas que no barre la bondad de ningún Dios, dedico la poca divinidad que pueda residir en mis manos al maestro que me enseño tanto y del que se tan poco.